viernes, 29 de abril de 2016

OPINIÓN: «El rito»



Entonces Jesús dijo a sus discípulos: 
Si alguno quiere venir en pos de mí, 
niéguese a sí mismo, 
y tome su cruz, 
y sígame. (Mt 16 : 24)

        Si existe un carácter, una firme expresión que forma parte indisoluble de la Cofradía de Las Penas a través del paso de los años y que ha llegado de manera trascendente hasta nuestros días es sin duda su carácter penitencial. La Semana Santa está sustentada en la conmovedora exteriorización de la confesión pública a través de la figura del penitente, individuos anónimos que sujetos entre sí por los invisibles y atávicos hilos de la tradición, se aúnan en un ente corporativo para componer y dar sentido a esa manifestación pública y ordenada llamada procesión, y que sublimada en el tiempo por la devoción a nuestras Sagradas Imágenes se ha convertido en la espléndida y estremecedora expresión de Fe que hoy supone la contemplación de nuestra Hermandad en la calle.

           Y otra vez el rito…

          Es Martes Santo, con ceremoniosa mesura todos los elementos han sido dispuestos, el blanco en la camisa, el azul en el pantalón y el negro centelleante en el calzado. El hábito y el antifaz, tersos como el ánimo, aguardan ya el itinerario que nos conducirá de la tarde a la madrugada a través de los pasajes de la historia de esta ciudad hacia el primer templo de la urbe. El semblante ya ha mudado el gesto, el tiempo se apresura contra nosotros y una expresión de responsabilidad se ha fijado en la mirada. Un último examen a los bolsillos para comprobar que ni falta ni sobra nada, un repaso al camino más corto y una última mirada al espejo que nos devuelve un guiño definitivo de absoluta complicidad.

         Como si de un fugaz tránsito se tratara llegamos al zaguán de entrada y recorremos presurosos la vía que discurre hasta el patio interior. De golpe, la mirada se eleva hacia la imponente armadura de la cubierta que ya refugia cientos de voluntades que poco a poco se van fundiendo en una sola a través del hábito negro y el rojizo antifaz. Y allí, en una sutil y ancestral metáfora, como ocurriera en cualquier nártex de una basílica del cristianismo más primitivo, los penitentes se agrupan en un ejercicio de paciente y honda meditación, aguardando la admisión al interior del templo, al encuentro con 'lo Sagrado'.

         A partir de este momento se produce la negación de uno mismo, la renuncia a todo lo accesorio, dejar a un lado el nombre, la voluntad, los deseos, las inclinaciones, pasar al anonimato y hacer en conciencia lo que Cristo hizo tan sólo por nuestro amor, para que quienes vean el cortejo procesional, nos puedan llamar con el mismo apelativo del Señor, “Nazarenos”. Y para tal fin atesoramos el hábito que ya es fortaleza y protección del ánimo; una armadura de Fe. La realidad exterior apenas se filtra a través de los pequeños resquicios que deja el antifaz, infalible celada del anonimato. Y el silencio es la cómplice y secreta compañía que durante unas horas va a permitir abandonarnos a la oración, a la meditación y al goce espiritual de los sentidos.

        El orden surge del caos, o eso parece demostrarse cuando se abren las puertas de nuestro oratorio y tras la cruz de guía, siempre tras la Cruz, comienzan a deslizarse las ordenadas parejas de nazarenos. Al entrar al espacio sacro una nube de incienso todo lo inunda y es irremediable lanzar la vista hacia todas las direcciones. La portentosa talla del Señor se sitúa enfrentada a la puerta, nuestra dolorosa de las Penas al fondo, muestra a nuestros ojos su inefable perfil de bellísima dolorosa, los últimos nazarenos bajan el escalón de acceso a la calle, los portadores aguardan la orden de capataces y mayordomos con el más respetuoso de los decoros, y un caleidoscopio de luces y colores rompe en cielo glorificado para presentarnos a la Virgen como Reina de Cielos y Tierra.

           Una vez que el Señor de la Agonía traspasa el dintel de la puerta y situados bajo un sol sobre el que resplandece su nombre hay una irremediable sensación de despedida. Desde este 'kilómetro cero' sólo veremos su silueta recortada en el espacio dibujando las sinuosas curvas del dolor, sólo intuiremos el tormento de su semblante y siempre, paso a paso en este constante caminar, abrazados al madero voluntariamente como Tú lo hiciste, te seguiremos en tu acompasado caminar aliviando el sufrimiento con la plegaria de la penitencia.

         Y en este instante sin tiempo se despliega el mapa del sentimiento. El recorrido tantas veces pensado, soñado y recreado en la memoria, echa a andar. Por delante se extiende toda una vía de la conciliación resuelta en un fuerte abrazo a la cruz. Ya sólo queda el andar entrecortado entre una multitud que se echa a los lados ante la imponente presencia de la cruz. Ya sólo queda andar sobre lo que anduvieron quienes nos dieron por herencia el rito, demostrándolo en las palabras que dijo el poeta: '…pues lo siglos se ven hasta en la forma de sujetarse el antifaz al rostro'.

        Y se revuelven las callejas, y los dolientes giros de la vieja ciudad traen el sonido metálico del lamento, y siguen los pasos que pisan la tiniebla cera aún caliente para dejar la huella de los pasos. Y el mismo mapa reclama los modernos ensanches ausentes de memoria. ¡A tambor!, alivio de luto hacia el destino. Y nace la sequedad de la boca, y sigue el silencio tamizado por el rumor de un viento que lo lleva hacia el mar. Se va abrochando el camisón la noche en la glorieta helada para desembocar hacia la elegante amabilidad de un paseo sin aristas. No, no ese el destino, está un poco más al norte, ésta Cruz va hacia Catedral. Vuelve el abrigo de la vieja ciudad, estamos cerca pero no tanto, paradas que cada vez son más largas, momentos de reflexión e incienso, comienza el recorrido que vino a quedarse con nosotros, interpretación de la liturgia en el escenario donde se suceden los encuentros del pasado y el presente, palacios y conventos, iglesias y hospitales y al fondo de este angosto y empedrado espacio alcanzamos con la mirada una torre colosal. Sí, hemos llegado al destino.

         El camino iniciado en la cuaresma ha desembocado de forma irremediable ante el verdadero Dios en el primer templo de la ciudad. Unidos en la misma Fe hemos llegado a la 'Jerusalén Celestial' representada en nuestra majestuosa Catedral. Como colosal metáfora de la vida, hemos recorrido todo un camino para postrarnos ante Su presencia, destino y fin. Lo demás será procesionar por la vida, será vagar de forma indisoluble en el tiempo. Tenemos el tiempo construido en la oración de la Estación de Penitencia, tenemos el ánimo y la voluntad de nuestros mayores para elogiarlos en la irrepetible mímesis de la nobleza del creyente; y por encima de todo, tenemos la Fe del madero al que nos agarramos como bendito deseo de nuestras oraciones y nuestras súplicas.

        Al salir del Templo, todo es una vuelta. Las direcciones se han opuesto para en un ejercicio espiritualmente contradictorio llevarnos al origen del eje trazado desde el sentimiento. El eterno retorno que cae y golpea a cada paso de un nazareno, de un penitente, de un portador, de un acólito… todo conforma una unidad hermética e indisoluble. A prisa, ¡vamos de vuelta! Parece gritar la voluntad del ánimo. Despacio, al paso… parece decir la belleza que desprende cada giro del Señor. Cada último paso es un paso menos y un paso más, cada último paso es una medida inconsciente de la Fe. Cada último paso está diseñado para llegar, de forma indisoluble a un principio dictado por el Sagrado mandamiento del Amor.

          El nazareno, el penitente, se ha entregado en su ejercicio espiritual. Otra vez el escudo de San Ignacio nos vuelve a recubrir de fuego cuando entramos al templo. Otra vez volvimos a ser nadie para ser todos y mostrar desde este peculiar anonimato que el rito sigue siendo una 'locura' permanente en donde la Cruz se muestra como único destino. Y una última vez constatamos que el nazareno, el penitente, es el mejor comentario de texto que se puede hacer a la Palabra de Dios.


Por NHD Jaime Moreno Ramírez.