martes, 19 de abril de 2016

CRÓNICA SEMANA SANTA 2016: "La querencia de las Penas"

Cristo de la Agonía. ARCINIEGA/LA OPINIÓN
La Semana Santa es el tiempo que más estrechamente nos une a la ciudad doliente y bella. En estos días palpamos la realidad de esa Málaga que se degrada en el tiempo pero que bajo la luna de parasceve emerge para ser vivida sólo para el amor de su decadente hermosura. Hemos escrito alguna vez que las cofradías nos hablan de una incurable melancolía de ciudad que se clava en el alma cuando al serpentear sus calles la van despertando de ese frío paralizante, entreabriendo las puertas de un florido edén de itinerarios históricos y rincones olvidados. En ese elenco de cofradías dispuestas a exprimir los últimos perfumes de esta ciudad apática y esquiva, desde luego, ha despuntado siempre Las Penas con un afán preciso de hablar cada Martes santo como el poeta: mi recuerdo iba encontrando por cada rincón su historia…

Se marchaba el Cristo de la Agonía por Pozos Dulces dejando atrás la muralla, entregándose al tortuoso entramado de sus calles, y sólo quedaba tras su paso un roto vacío, una desazón acompasada por las cornetas de la Esperanza y un desvelo que se ceñía al escorzo inhumano del Hombre. Hubo quien, como en los versos de Lope, no se resistió a irse tras Él para purgar algún pecado o pedir por alguien cercano: «Seguí mil veces vuestro pie sagrado (...)/hoy me vuelvo con lágrimas a veros:/ clavadme vos a vos en vuestro leño». Detrás, la Virgen de las Penas, por estas vías estrechas de sombra y luz, venía arañando dulcemente los corazones de los que presenciaban su paso, -suave, tierno, extremadamente pausado-, cotas altas de perfección que tanteábamos con el alma mientras la banda de Utrera lanzaba a los aires esa saeta sevillana que transcribiera genialmente al pentagrama el maestro Gámez Laserna. Luego hubo tiempo para abrir el mundo a la muchedumbre, y no faltaron estampas como las que abrochó la cofradía en Moreno Carbonero bajo las balconadas del diecinueve, los antepechos modernistas y el chapitel piramidal del inmortal edificio de la esquina de Sagasta. Tal era todavía viva la memoria de la ciudad decimonónica acotada por la altivez de los enhiestos edificios en pie: el Mercado, el hoyo de Esparteros y la pensión La Mundial. En ese diseño de ciudad que soñamos y que, desgraciadamente, ya sólo forma parte de los grabados antiguos y los empolvados legajos, también hubo tiempo de imaginar con retraído pudor la presencia de aquel fuerte de San Lorenzo, la puerta de los Gigantes que comunicaba Arriola con los arenales de las Atarazanas o la Torre Gorda que cita Ovando y Santarén en una jácara del siglo XVII.
 
María Santísima de las Penas bajo palio. ARCINIEGA/LA OPINIÓN.
Así que dispuesta a abrir su baile con la ciudad, en cuatro o cinco golpes de campana, se plantó la cofradía en la arboleda de ese pretérito salón Bilbao, convertido estos días en un túnel tenebroso de obras, cableado, puestos ambulantes y unidades móviles, para continuar adentrándose vacilante en la memoria colectiva sin importarle lo más mínimo los rigores del medio, y seguir acuñando, a su vez, una historia propia que es leyenda, a veces incomprendida, de calles íntimas, de amores místicos, en esencia, un romántico viaje hacia intramuros de las entrañas cristianas de Málaga. Un discurso escénico y un paseo extraordinario que tendría su álgido vértice en la Catedral y que es el que la hermandad se sabe de memoria, porque es su querencia, como Barbeito escribe, porque la querencia es la querencia siempre.

Allí, bajo las bóvedas, vivimos una historia secreta de emociones donde el corazón maltrecho agarró la certeza de un bruñido presente para ilusionarlo con la esperanza cabal de un futuro sosegado y en armonía. Lejos de la trivialidad y la banalidad que aqueja la fiesta, la estación de penitencia fue de las más intensas que se recuerdan gracias, entre otras cosas, al guiño de don Antonio del Pino que puso al servicio de la oración y la piedad un privilegiado acompañamiento músico-vocal para que mientras la cofradía se sumergía en esa hora de la agonía del Señor, en esos minutos de recogimiento que son de Viernes en martes Santo, escuchásemos la voz de Dios a través de los cantos y los tubos del órgano.

Después, ya reintegrada en ese trajinero mapa sentimental de la ciudad, la hermandad me pareció un delgado rumor de pies que pasaban interminables, un recodo tras otro, hasta regresar a Pozos Dulces. Tengo mil estampas aún agolpadas en la memoria que poco a poco caen como fruta madura a los pies de la nostalgia: cirios que ardían en Torre de Sandoval y Bolsa; nazarenos a compás deambulando en perfecto orden por Mesón de Vélez y Liborio García; vaharadas de incienso en calle Nueva quemándose a puñados como perfume de gloria para la Gloria misma, recortando la silueta de un Cristo mecido en la penumbra del último aliento retorcido y que es casi de plegaria más que de muerte.

Y por último, nos quedó el llanto de la Virgen, esa Madre de las Penas que por detrás espera paciente, que sigue a su Hijo eternamente, que acepta la maternidad y se resigna cuando al sonar Margot pronuncia aquello de: «He aquí la esclava, la sierva del Señor». En las últimas calles de su itinerario, acompañada en su amargura por el pueblo fiel, la Señora venía en la palidez de un rostro desencajado, sin norte, sin rumbo, atravesada de dolor cuando las marchas se sucedían y, ya fueran solemnes o alegres, nos parecían la mejor muestra de cariño inocente para apartarla de su tristeza. No importó que el viento frío de la madrugada impidiera disfrutar su candelería encendida, tampoco que el cansancio comenzara a hacer mella en el cortejo. Las marchas fueron goteando incesantes como el agua de una fuente de mármol blanco mitigando -o exaltando, quien sabe- esas pasiones que se arremolinaban en torno a su paso. La Vía Sacra, Quien te vio y no te recuerda, El Refugio de María, A la memoria de mi Padre, Valle de Sevilla o Macarena de Cebrián, una tras otra, otra más y otra más.

Caminar en silencio a los pies de la Virgen de las Penas hasta su plazuela, solo hablando con los ojos a través del antifaz, resultó ser una nueva ocasión para el reencuentro con el alma y la reflexión. Ir a su lado, tratar de entenderla en su desesperada llamada al vacío, asimilar esa desgarradora impotencia, al borde de la locura, permitió asomarnos otra vez al misterio inefable de su Realeza. Brillaba el rostro discreto como si fuera el último domingo de mayo porque en él, en su aceptación como madre, iba la consumación de la obra redentora. Y brillaba en la noche cerrada a pesar de las preguntas que muchos hermanos llevaban haciéndose toda la tarde en las cuentas de sus rosarios: ¿era necesario este espanto, Padre? ¿no es ahora cuando habrías de salvar al Hijo agonizante y a su Madre bendita, a quién llenaste de Gracia, y no de muerte? ¿Los has abandonado a los dos? Pero luego sonó el eco de la saeta de Bonela y mirando una vez más a la Virgen quedaron disipadas todas las dudas, otra vez, con esa misma respuesta que lleva prendida en sus ojos y que se anuda inexorablemente a la página misma que habla del Universo: «He aquí la esclava, la sierva del Señor». Porque es el amor en el dolor de María. El dolor de la fe. Para creer, creer, y creer. Un Martes Santo en el que volvimos a buscar a Dios, al Señor y a su Madre en ese desierto helado en el que nos movemos entre dudas y certezas. Una reválida de fe que creímos volver a superar con nota. 

Nazarenos de Las Penas. ARCINIEGA. LA OPINIÓN.

Por NHD José Llamas Iniesta